miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ayacucho: Fin del Primer Acto... pero no del drama latinoamericano



Un 9 de Diciembre de 1824, concluían las guerras de independencia en la América del Sur, definitivamente sangrientas, pues habían dejado un número considerable de bajas entre combatientes y civiles. En realidad, ya las antiguas colonias hispanas eran independientes de hecho y Ayacucho sólo fue el tiro de gracia para un Imperio Español que, recalcitrante, pretendía disimular su decadencia, que sólo se había visto solapada quizás durante el reinado de Carlos III. El XVIII fue la antesala de este proceso irreversible que finalizaría en las postrimerías del XIX, cuando Estados Unidos rematara cruelmente los despojos de un Imperio “de madera” frente a un pujante nuevo Imperio de Acero, de hierro y de vapor y su última posesión americana de Cuba.

Ayacucho en sí, no constituye la “batalla decisiva”, si es que este concepto es válido desde el punto de vista estratégico. Probablemente historiadores de fuste dirán que éste honor le cupo a Maipú, batalla campal que libró San Martín en Chile, desarticulando el Imperio y anunciando con bastante anticipación la muerte del poder español en América.

Ayacucho en números no parece tan impresionante, teniendo en cuenta las monumentales batallas europeas de la época, con ejércitos casi infinitos o las futuras de la América del Norte y su Guerra de Secesión, pero vale traerla del olvido pues, a nuestro humilde criterio marcó el “Fin del principio” o mejor aún, el “punto de no – retorno” de los peninsulares a su antiguos “Reinos de Indias”. Como era de esperarse, Ayacucho no convenció completamente a la vieja y orgullosa España y la Madre Patria se tomó un tiempo considerable para reconocer la mayoría de edad de sus hijos. Sin dejar a un lado los tristes incidentes, grotescos por momentos dadas sus absurdas causas, que constituyeron la denominada “Guerra hispano – sudamericana” de 1866 y 1867 y que enfrentó nuevamente a españoles y americanos en un conflicto impensable.

Ayacucho, por otro lado, fue una victoria a todas luces de la Gran Colombia, pues la masa de sus fuerzas reconocía ese origen. Apenas 80 efectivos de las PP.UU. intervinieron en ella. Su Comandante en Jefe, el Mariscal Antonio José de Sucre, con el objeto de halagar al Libertador Simón Bolívar, proclamó la República de Bolívar, lo que luego sería Bolivia.

Para el momento de Ayacucho, las PP.UU. ya habían comenzado años antes, un lamentable derrotero de guerras fratricidas, fenómeno éste, que se duplicaría en toda América desde el Río Grande hasta el desierto pampeano. Conservadores y liberales en Méjico y Centroamérica, unitarios y federales en el Río de la Plata o Blancos y Colorados en la Banda Oriental mostrarían que a los “hijos de España” les restaba un largo camino de encuentros y desencuentros hasta la actualidad.

Ayacucho es un símbolo, pero no del camino hacia la paz tan deseada por los criollos tras años de lucha con los viejos detentadores del poder y mucho menos del acceso de los grupos mestizos o aborígenes a la cúpula dirigente. Los blancos “españoles americanos” se habían encargado de ahuyentar el “fantasma de Túpac Amaru” y reencausar sus revoluciones de élites a lo largo y a lo ancho de estas comarcas.

Ayacucho es el fin del Primer Acto de la tragedia que lleva por nombre “Latinoamérica”. Los siguientes actos, corresponden a otro artículo y Clío ya inspirará más líneas, pues la tragedia continúa…

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La sublevación de Juan Lavalle del 1° de Diciembre de 1828


El 1° de Diciembre de 1828, comenzó un proceso sobrecargado de tragedia y desencuentros que desembocaría en el fusilamiento del gobernador Manuel Dorrego, doce días después. Dorrego había heredado la penosa tarea de mitigar los aires enfurecidos que había causado el Tratado de Paz de Manuel J. García. Por presión de Gran Bretaña y de Brasil, se vio obligado a firmar otro acuerdo, por medio del cual aceptó la independencia de la Provincia en disputa, como Estado Oriental del Uruguay, el 29 de Septiembre de ese año. Las tropas argentinas acantonadas en Río Grande comenzaron el regreso.

Muchos de los oficiales de este ex Ejército Nacional (por cuanto el Poder Ejecutivo Nacional que había recaído en el Presidente Bernardino Rivadavia, ya se había disuelto), estaban abiertamente en contra de los pactos por los que se llegó a la paz, a la que consideraban una rotunda derrota diplomática lo que se había obtenido en el campo de batalla.

El más encumbrado de ellos, Juan Lavalle, encabezó lo que podemos denominar “el primer golpe militar a una gobierno legítimo”, cuando se colocó al frente de las tropas y se encaminó al Fuerte de Buenos Aires para desalojar a Dorrego en la fecha de mentas.

El gobernador huyó, pero contrariamente a los consejos de Juan Manuel de Rosas, esperó a los sublevados en Navarro y ahí fue vencido, apresado y posteriormente fusilado por Lavalle, cometiéndose uno de los crímenes más importantes de la historia de la Argentina, por las consecuencias terribles que se vivieron luego en la “guerra a muerte”, pues ya no habría cabida para consensos o negociaciones como bien lo avizoró el Libertador Gral. Don José de San Martín.