“No matarás” manifiesta el Señor en el Decálogo. Ahora bien, ¿cómo aborda el tema de la “guerra” el fiel cristiano? En qué circunstancias nos es lícito quitarle la vida al prójimo, si es que esto es consentido. La guerra en sí, es un fenómeno terrible, poco recomendable, a todas luces “caótico” y se nos presenta como una semirrecta: sabemos cómo y cuándo empezarla, pero desconocemos su final, que pareciera se prolongara hasta el infinito. Desde Caín y Abel, hasta los misiles de hoy, la naturaleza caída del Hombre, aunque redimida por el Segundo Adán nos ha ofrecido un sombrío panorama de imágenes desgarradoras. ¿Somos tan sociables como afirmara el “Estagirita” o acaso asoma frecuentemente el “lupus hobbesiano”? San Agustín fue el primero en analizar la justa causa de la guerra y nos brindó ciertas recomendaciones. En primer lugar, el cristiano privado no puede matar ni siquiera en defensa propia, pues tal acción estaría motivada por el odio. Tan sólo los poderes encargados de ello, pueden practicar la violencia sin actuar por odio o por otras pasiones pecaminosas. La guerra justa sólo debe ser llevada a cabo por autoridad legítima. El gobernante tiene la responsabilidad primordial de decir si es justo y necesario el recurso de la guerra. Por otro lado, el Obispo de Hipona vio muy acertadamente las calamidades de las guerras fratricidas: “Y con todo, no por ello habiendo acabado todo esto, acabó la miseria de tantos males; pues aunque no hayan faltado ni falten enemigos , como lo son las naciones extranjeras con quienes se ha sostenido y sostiene continua guerra, sin embargo, la misma grandeza del imperio ha producido otra especie peor de guerras, y de peor condición, es a saber, las sociales y civiles, con las cuales se destruyen más infelizmente los hombres”, Civitas Dei, XIX, 7. ¿Qué es preferible en todo momento? La paz: “No se busca la paz para mover la guerra, sino que se infiere la guerra para conseguir la paz. Sé, pues, pacífico combatiendo, para que con la victoria aportes la utilidad de la paz a quienes combates”, San Agustín en “Ad Bonifacium”. Buena parte de esta doctrina de las justas causas de la guerra de Agustín se ha extendido en el tiempo y ha dado sus frutos en la llamada Escuela de Salamanca con Francisco de Vitoria, O.P. y Domingo de Soto O.P. a la cabeza y ha llegado hasta nuestros días plasmada en el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica en sus nros. 2309 y 2310:“Los poderes públicos tienen (…), el derecho y el deber de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa nacional. Los que se dedican al servicio de la Patria en la vida militar son servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos. Si realizan correctamente su tarea, colaboran verdaderamente al bien común de la Nación y al mantenimiento de la paz” y hasta su SS Juan Pablo II, en su mensaje con motivo de la Jornada Mundial de la Paz de 1982, afirmaba que “los cristianos, si bien se esfuerzan por resistir y prevenir toda forma de agresión, no dudan en afirmar que, en nombre de un principio elemental de justicia, la gente tiene el derecho e incluso el deber de proteger su existencia y libertad con medios proporcionados ante el injusto agresor”. El cristiano, ergo, debe procurar en todo momento la paz, pero superado ese momento, cuando todos los mecanismos de prevención de la guerra han fracasado, cuando la política se lleva por otros medios, al decir de Clausewitz, se debe estar preparado para defender a la Patria con la recta intención de hacer el bien y evitar el mal, pues en caso contrario como hemos visto, caeríamos en pecado de mediar sentimientos espurios de ira, odio, venganza o racismo. Qué bueno es releer al Doctor de la Gracia hogaño, cuando asistimos a tiempos de incertidumbre y zozobra en plena guerra de cuarta Generación.
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